sábado, 5 de septiembre de 2009

Difícil decisión


Perro, gato, gato, perro. Celia duda. ¿Cuál de los dos animales sería su mejor mascota para los años que le quedan de vida?. Su médico, que no es precisamente muy amante de los animales, le ha dicho que ni el uno ni el otro, pues teniendo en cuenta el promedio de vida de ambos, iba a coger parte de sus días de chochera y esos momentos no serían los más propicios para hacerse cargo de ellos. Al perro hay que bañarlo, pasearlo dos o tres veces al día para que defeque, entre otras cosas, y haga músculo también. Pero los cuidados no terminan ahí, pues hay que estar pendiente de las vacunas, de los piojos y no digamos nada si en sus cuerpo se instala alguna que otra garrapata.

Se lo piensa una y otra vez; admite que su médico tenga algo de razón y sobre todo recuerda aquel perro que por arte de ‘magia’ apareció un día en su casa de la mano de su marido que, por dar satisfacción a sus hijas, se presentó con el animalito en cuestión metido en una cajita de madera. Para las chicas fue un día de fiesta; nunca gozaron tanto como con la llegada de aquel bicho a la casa. Sin embargo para Celia fue otro cantar; ella no soportaba a los perros: en la calle si veía venir un perro por la misma acera era capaz de cambiar a la otra; no toleraba que el hocico de un animal como ese olisqueara o lamiera sus pies o su vestimenta. Vamos, que ya había pregonado a los cuatro vientos con anterioridad que si en su casa entraba un perro ella saldría de inmediato por la misma puerta.¡Qué ilusa!. ¿Cuántas mujeres habrán dicho lo mismo?

Pero de nada le sirvió su amenaza y un buen día aquel perro entró en casa. Al principio, la intolerancia fue total hasta tal punto que si Celia entraba en la cocina para hacer la comida estaba más tiempo subida en la banqueta que pisando el suelo. No aguantaba que el perro pusiera o mejor dicho clavara sus finas uñas en su bata de casa, su delantal o cualquier cosa que llevara puesta y que, como es lógico, acabaron con una finos agujeritos, apenas perceptibles a la vista.

Así pasó un día y otro, angustiada con la presencia de aquel ‘cuatro patas’ que nunca había querido, al que tenía que soportar su presencia, sus ladridos y para más narices al que tenía que preparar la comida. Sin duda lo suyo no eran los animales. Estaba claro. Sin embargo siempre llega un día en que las cosas empiezan a cambiar por ambas partes: me explico, el perrito en cuestión se va educando, ya no deja meaditas por las esquinas de la casa, sus ladridos no son tan continuos y, lo más importante, es el único que siempre sale a recibirte cuando entras por la puerta de la casa sea la hora que sea; por otro lado, Celia se resistió a los encantos de su mascota, a esas miradas que lo dicen todo sin abrir la boca. Y un buen día le deja lamer su mano sin hacer tantos ascos o le pone la correa para sacarlo de paseo. Primer error, pues ya hay otra persona dispuesta a sacar de paseo al perrito, librando de sus obligaciones a otras personas de la casa tan ‘comprometidas’ con sus obligaciones.

Incomprensiblemente Celia, a través de aquel perro, llamado ‘Buby’, aprendió a quererles, a acariciarles, a no tenerles miedo; pero siempre llega un día, ‘el día’ en que por una u otra razón hubo que sacrificarlo. Superar esa etapa, quien lo diría, fue lo más doloroso para Celia, quien andaba por la casa como una sonámbula, dirigiendo la mirada hacia los rincones donde solía estar habitualmente; echaba de menos la compañía de ‘Buby’ en las horas que se sentaba ante el televisor y éste se tendía a sus pies como si también él quisiera echar una siesta; echaba de menos el entrar en la casa y no encontrarse con la presencia del perro moviendo alegremente el rabo. Fueron sin duda años muy gratos, aunque también tuvo que soportar sus malas pulgas. Era feliz paseándole, yendo a la playa en las épocas permitidas, donde daba rienda suelta a sus carreras e incluso se sumergía en el agua si no había olas; o bañándose en la rampa de la zona marítima desde donde se tiraba para coger algún palo que le tiraba Celia. Era todo un espectáculo que entretenía además a la gente que paseaba por el lugar.

Aquel día en que ya se había tomado la decisión, de la que se haría cargo una de las hijas de Celia, ésta se encontró al volver de su trabajo con la sorpresa de que el perro estaba aun en casa. Por un lado, la hizo ilusión, pero por otro notaba que su angustia iba ‘in crescendo‘, pues sabía que sería testigo de su salida definitiva momentos después.

Pero lo peor no acabó ahí, ya que mientras Celia y su marido comían, el perro no se apartaba de su lado pidiendo algo de comer. La explicación es que tenía que ir en ayunas por indicación del veterinario. Celia recuerda ahora que estaba sentada en la silla y ‘Buby’ tenía las dos patas delanteras apoyadas en su pierna. De vez en cuando y con una de ellas le daba en el brazo como diciendo: ¡Que estoy aquí!. Insistía una y otra vez, mientras que a Celia se le partía el corazón no poder satisfacer ni con un trozo de pan su último capricho. Tenía además los ojos suplicantes clavados en ella, pese a que ya apenas veía y en ese momento fue la voz de la hija de Celia quien rompió el ensimismamiento tras decir: ¡Vamos Buby!.

Sólo habías vivido ocho años y saliste corriendo de alegría, creyendo que ibas a uno de tus habituales paseos, sin pensar en ningún momento que tus pasos estaban encaminados hacia la muerte. Celia lloró y mucho. Por eso, y después de analizar aquella situación, ha decidido que ni perro ni gato.

2 comentarios:

circe dijo...

jolin hija...podías haber hecho más incapie en los buenos momentos, que estoy en el curro y me ha entredo un bajón....La verdad es que se echa de menos eso de que recibiera (y más cuando yo regresaba de largas temporadas fuera), su mirada expresiva a pesar de sus cataratas,los abrazos que le daba, los besos...pero bueno, mejor pensar que fue por su bien (por que así fue)...
Y un gatín??? a ese no lo tienes que sacar!!

celia dijo...

Ni perro, ni gato ni leches. He de aplicarme el cuento y seguir las instrucciones