sábado, 30 de enero de 2010

Una tarde movidita



¡Que tarde!. Celia no ha parado ni un minuto y está agotada, vamos agotada es decir poco. A primera hora de la tarde, es decir a las cinco, cuando estaba tan bien delante del televisor echando una cabezadita, tuvo que ir a clase de Pilates. No es esa la hora habitual, pero claro como había ido con su hermana ‘Mariquilla Terremoto‘, a un concierto de piano unos días antes, tuvieron que recuperar la hora perdida.

La cosa no acaba ahí pues a media tarde una llamada telefónica de una de sus hijas le anunciaba que esa tarde-noche iría a su casa para dar de cenar a los niños antes de que se los llevara su padre de fin de semana. O sea los tres niños más una amiguita de la mayor. A Celia se le pusieron los pelos de punta pues las dos mayores son muy formalitas y no dan nada que hacer, pero Zipi y Zape, los gemelos, ya son otro cantar. Pero ella ejerció de abuela y pensó todos para casa que hace mucho frío, llueve, hace viento y no es cosa de que estén en la calle.

Ya eran casi las siete y media de la tarde y esa noche precisamente Celia tenía que ir a la representación de La Bohème, de Puccini, a las ocho una media. No tenía más que una hora para arreglarse, aunque hay que decir en honor a la verdad que la cara estaba ya más o menos decorada.

De nuevo otra llamada telefónica, en esta ocasión de su hermana:
-¿Has metido en tu bolsa de deportes mi ropa de pilates?.
Celia se pone más nerviosa y mira en el interior del bolso, donde no encuentra más que su ropa o sea el pantalón, la camiseta y los calcetines. Yo aquí no tengo nada tuyo.
Mariquilla vuelve a la carga. “Es que no sé si me lo habré dejado allí cuando nos hemos cambiado?
De pronto a Celia se le enciende una lucecita.-¿No dijiste que te dejabas todo tu atuendo puesto debajo de la ropa de calle?.
Al otro lado del hilo telefónico se oye a Mariquilla gritar: “Es cierto si lo llevo todo puesto”. ¡¡¡Hay como estoy!!!

Celia, que ve pasar los minutos en el reloj, se plantó ante el espejo y como siempre se formuló la pregunta de rigor: ¿qué me pongo?, Anda que no tendría cosas en el armario, pero, afuera o sea en la calle oía el ruido de la lluvia, el viento y encima hacía frío. Todos esos ingredientes no la hicieron dudar ni un minuto más o llegaría tarde. Se puso unos pantalones y un buen jersey de lana y para disimular un poco la frivolidad de su atuendo deportivo se echó encima el abrigo de visón. Guapíiiisima, se dijo.

Aparecer en el salón donde estaban los niños ante el televisor fue no sé si un acierto o todo lo contrario. Los gemelos acariciaban el abrigo a la vez que decían “que suave, abuela”. La hermana mayor, ya muy entendida ella en ropita se la quedó mirando y dijo: abuela, ¿pero los bisontes no se han extinguido hace ya muchos años?. Y es que ella lo asociaba a los bisontes de las cuevas de Altamira. La abuela, perpleja y entre risas por el desconocimiento de su nieta acerca de las pieles, la contestó que una cosa son los bisontes y otra los visones. Vamos que no tienen nada que ver. Celia se imaginó entonces lo guapotes que estarían los habitantes de las cavernas con un abrigo de visón para contrarrestar el frío del invierno.

Cuando salía por la puerta y después de repartir besos a diestro y siniestro recibió una nueva llamada telefónica de otra de sus hijas. Celia corría ya por la calle con el paraguas abierto, el teléfono en la oreja derecha oyendo las batallitas del niño pequeño de su otra hija, Luis. Por lo visto, contaba su madre que cuando habían llegado a casa le había dicho a su niño que estudiara la tabla de multiplicar del 2, pero escribiéndolo en su cuaderno para de esta forma retenerlo mejor en la memoria. Sólo le puso una condición: no debía mirar los resultados que tenía en otra página del susodicho cuadernito. El caso es que a los pocos minutos y mientras hacía la cena, oyó que el niño lloraba desconsoladamente. Fue a su cuarto y Luis le contó entren lágrimas e hipos que él no podía escribir en el cuaderno mirando hacia el techo. ¡Aquello no le salía bien!. El pobre no había entendido lo que verdaderamente le había dicho su madre.

martes, 26 de enero de 2010

Recuerdo a una amiga



¡Qué bonitas y entrañables las estrofas de esa canción que reza:
“Cuando un amigo se va
algo se muere en el alma”.
Cuando un amigo se va
va dejando una huella
que no se puede borrar”.

Celia acaba de perder a una gran amiga, compañera de facultad en la universidad. Era la mayor de las ocho que formaban la pandilla, chilena para más señas. Una gran mujer, siempre sonriendo y con el espíritu abierto a los demás. Muchas han sido las vivencias maravillosas que recuerda de aquella etapa de idas y venidas a la facultad con los libros bajo el brazo, de noches de tertulias en su habitación, de cuchicheos sobre aquel o el otro chico que nos traía a todas de cabeza, de las sesiones de cine con el paquete de almendras garrapiñadas o las excursiones de fin de semana a los lugares más pintorescos de la región.

Todo aquello pasó hace tiempo. Fueron sin duda unos años muy especiales de nuestra juventud. Desde entonces, y aunque separadas, siempre han mantenido el contacto y la amistad, al menos con Carmen, que era el centro de atención de todas. Ella eligió quedarse en España, aquí se asentó, compaginando su trabajo con una de sus aficiones favoritas: viajar. Había recorrido muchos lugares del mundo y en algunos de ellos tenía amigas, por lo que nunca estaba sola en las fiestas de Navidad.

Cuánto hay de cierto en ese verso que reza “que cuando un amigo se va algo se muere en el alma” y cuánto hay también de cierto en que “dejará una huella que nunca se podrá borrar“. Me gustaría haberla retenido a mi lado, que no se fuera tan pronto, pero una enfermedad irreversible, que afectó a su cerebro, la dejó incapacitada durante dos años y luego acabó con su vida, pese a todos los esfuerzos que se hicieron por salvarla.

De nada sirvió la mano del hombre por sacarla de aquella situación. Hubo altibajos, pero al final pudo más la enfermedad. Su sentencia de muerte ya estaba firmada desde hacía tiempo.

Hay una última estrofa que dice:
“El amigo que se va
Es como un pozo sin fondo
Que no se vuelve a llenar”

A ella este recuerdo. Celia dice que es insustituible, era alguien muy especial.

lunes, 18 de enero de 2010

Pelillos a la mar


Será verdad que descendemos del mono?. Celia nunca ha estado de acuerdo con esa teoría, pero últimamente tiene ciertas dudas. Y es que como dice ella, a la vejez viruela. Todo esto viene a colación porque hace unos días una amiga de Celia y ‘Mariquilla Terremoto’ decía que en invierno no se depilaba las piernas. Su explicación era muy sencilla: si Dios nos ha dado pelos será para algo y, como en el caso de los animales, ella suponía que también ese vello abrigaría sus piernas. ¡Toma ya!.

Todo venía a cuento porque el profesor de pilates había comentado un día en la clase que él se depilaba el cuerpo en general tal y como hacen ahora muchos jóvenes. Una moda un poco rara comentaba Celia a su hermana, ya que piensa que el vello en los hombres es un signo de virilidad, vamos que están como más machotes.

- No pretendo que esté ‘velludo’ como un mono, pero de ahí a estar constantemente sacrificado con la maquinilla, la cera, el láser y las cremitas.
- Mira que las mujeres hemos renegado siempre de los dichosos pelillos.
- Si hija pero los tiempos cambian. Acuérdate cuando en nuestros tiempos las mujeres presumían de tener un marido peludito, lo encontraban más viril, más hermoso vamos; ahora, sin embargo, hay gustos para todo y de ahí que los hombres se hayan sometido al yugo femenino y no les importe pasar por la clínica de depilación con láser.
- Y si se trata de presumir de body en la elección de ‘mister lo que no sé’. no te quiero decir nada.
- Por cierto lo de nuestra amiga es genial; nunca hubiese imaginado que llegase a decir que si el pelo está ahí es porque tendrá una función.
- ¿A que no adivinas cuál?.
- Si la de abrigar. Es como de chiste. En cualquier caso tú déjatelo crecer durante este invierno y ya verás como te protege de ese frío polar que de vez en cuando nos visita.
- Si para que mi marido me diga luego que si duerme con su dulce y maravillosa mujer o con la ‘mona Chita’. Está el patio como para bromas.

sábado, 9 de enero de 2010

Cómo son los niños


Cuántas experiencias y anécdotas ha recopilado Celia en su memoria de sus nietos durante estas fiestas. Sólo las dos mayores son conocedoras de la auténtica realidad. Los cuatro restantes, todos niños, gozan de la inocencia más maravillosa, que tan buenos ratos proporcionan a sus padres y abuelos, pero sobre todo a estos últimos que viven ya la segunda etapa de su vida, por no decir la tercera, con un amplio bagaje sobre sus espaldas y por ello saben disfrutar de estos momentos. Celia es feliz oyéndoles pese a que a Hugo se le escape alguna que otra vez que ‘su abuela es una petarda‘. Su abuela le ríe la gracia, medio en broma y medio en serio, y él aprovecha la ocasión para poner cara de pillo a sabiendas de que lo que la está diciendo no es del todo correcto. Sin embargo, es un niño que no consiente que nadie pronuncie un taco, por lo que deberá ser sancionado con tres palabras bonitas.

Celia recuerda todavía la primera vez que tuvo que pronunciar las famosas tres palabras por haber dicho ‘córcholis’, lo que le debió sonar a cosa terrible, y entre ellas escogió la de ‘libélula‘ para sancionar su castigo. El niño se quedó como extasiado. Le debió parecer la palabra más bonita y sublime que había oído en mucho tiempo. Me hizo pronunciarla una y otra vez hasta que fue capaz con sus cuatro años de decir aquella palabra. Luego tuve que explicarle lo que era una libélula, claro.

La espontaneidad que tienen los niños al referirse a algunos hechos tienen verdadera gracia, sobre todo cuando aún prima la inocencia. Recuerda Celia que un día estando en la cocina había sacado del puchero un trozo de carne, debidamente atado. Hugo abrió los ojos como platos y dirigiéndose a su madre la dijo: “mamá, la abuela está cortando el brazo de Spiderman”.

Otro de los nietos de Celia, Luis, es un personaje muy peculiar: es alegre, cariñoso con todo el mundo, además es forofo del Real Madrid y tiene otras muchas cualidades que no vienen ahora a cuento. Hablando de la educación, contaba su madre cómo este ‘enano’ de siete años hacía alarde de su galantería con las señoras a quienes dejaba pasar cuando se encontraba con ellas en la puerta de una cafetería o cualquier otro establecimiento. Un día jugando con sus padres y hermana a eso de, y digo ‘eso’ porque ni tan siquiera es un juego, ‘el último que llegue es tonto’, todos emprendieron la carrera pero de pronto se dio cuenta de que su madre era la última. Para no quedar mal se paró en secó y dirigiéndose a ella la dijo: “pasa tú, mamá”. Increíble.