sábado, 11 de septiembre de 2010

Coche nuevo?


Celia ha decidido comprarse un coche, pues ya está harta de que siempre tenga que depender de los demás. Por supuesto rechaza cualquier modelo de alta gama y prefiere uno pequeño, un utilitario, un ‘chiquito pero matón‘.
Junto a Mariquilla Terremoto y su amiga María se van en autobús a un concesionario de coches en las afueras de su ciudad. Esto es muy importante resaltar para poner de manifiesto la dependencia en la que viven las tres amigas para desplazarse a uno u otro lado.

Porque todo hay que decirlo y es que Mariquilla, que siempre fue una magnífica conductora, de pronto ha dejado el coche en manos de su maridito y a ella que la lleven, como si tuviera un ‘Bautista’ en casa a su disposición.
Por su parte María tiene también carnet de conducir desde su más tierna infancia, pero ojo ¡nunca condujo un coche!. Será petarda. El caso es que cada vez que tiene que renovar el carnet, ella es la primera que se pone en la fila.

Celia, sin embargo, nunca se presentó a un examen de conducir, y lo único que sabe de coches es que tiene ruedas, volante, que hay que echar gasolina para que ande, que lleva luces en la parte anterior y posterior del mismo y que desde hace unos años tienen aire acondicionado, cosa que la revienta pues su garganta no soporta ese aire que sabe Dios de dónde procede o quién estará soplando dentro del coche. Vamos que prefiere el abanico en un caso dado.

Un señor muy amable y encorbatado las atiende a su llegada, quienes con gran alborozo han entrado por la puerta fijándose en los modelos expuestos y discutiendo los colores.

-¿Qué desean, señoras?, pregunta amablemente el dependiente.
-¡Anda pues, qué cosas dice éste!, responde Celia. Usted que cree, que venimos a hacer la cesta de la compra?.
-Perdonen si no me he expresado bien.
-Si, si , perfectamente, dice Mariquilla, lo que pasa es que esta mujer enseguida se altera.
-Malo, pero que muy malo para ponerse al volante con ese temperamento, señora.
-Déjese de chorradas. Yo quiero un coche pequeño de esos que ahora llaman ‘entreárbolyárbol’.
-¿Qué?. El desconcierto del comerciante ya no tiene límites. María ríe a carcajadas por la salida de su amiga.

Mire, se explica Celia. Yo vivo en una zona muy boscosa, vamos donde hay muchos árboles en la calle y he pensado que lo mejor sería un vehículo que pueda aparcarlo entre un árbol y otro. Me entiende no. Pues eso.

Después de enseñarles varios modelos, al final Celia se decide por uno de color rojo, rojo explosivo. Este me va muy bien con los conjuntos que me he comprado para esta temporada otoñal, añade. Por cierto,¿cuántos caballos tiene?.
-Señora para lo que lo quiere usted los necesarios y además le sale muy económico porque los caballos no comen pienso. Con echarle gasolina, aceite y agua y llevarlo de vez en cuando a revisar ya está. No tiene de qué preocuparse más.

-¿Le parece poco? exclama Celia.
-Si y no se olvide de que hay que lavarlo, pasarle el aspirador por dentro. O sea, mantenerlo en forma y limpio.
-Pero bueno esto que es una casa ambulante?.
-Parecido y con la particularidad de que la lleva a donde usted quiera.
-Claro, pero para eso tengo que tener el carnet de conducir.
-Señora, usted lo quiere todo. Mire a mí me gusta vender coches, pero en este caso creo que es mejor que llame a un taxi o a su marido para que la lleve a casa y se olvide de su pretensión de ser un peligro público en la carretera.
-María, Mariquilla, dice Celia, vámonos. ¡Menudo machista que nos ha salido este!.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Vivir o no vivir


Qué razón tiene ese dicho de que “la vida no se mide por los logros profesionales y económicos sino por lo feliz y tranquilo que hayas alcanzado a vivir“. No todo el mundo estará de acuerdo con este pensamiento, pero lo cierto es que Celia cree firmemente en él.

¿A quién no le gusta que todo el mundo te halague y reconozca tus méritos profesionales? Conozco a pocos, aunque la cuestión es no pasarse y ser uno mismo. Pero no todos reaccionan de la misma forma y lógicamente se llega a un estado tal que uno se crece, se siente el ombligo del mundo, como si todo tuviera que desarrollarse a tu alrededor. En fin, te crees imprescindible. Y está demostrado que en este mundo en el que vivimos nadie es imprescindible. Para muestra: cuando uno se jubila o abandonas el trabajo por cualquier razón, nadie te echa de menos y tu mesa y tu cometido es inmediatamente reemplazado por el primero de turno.

Ser el ombligo del mundo implica más trabajo, mayor dedicación, horas y horas tecleando ante un ordenador, dando órdenes, manteniendo reuniones con unos y otros para sacar adelante la misión que se te ha encomendado. Los resultados pueden ser gratificantes, tu ego va creciendo enormemente, vas pavoneándote por doquier, aunque siempre hay algún ‘pero’ del que sólo te darás cuenta a largo plazo. Y es entonces cuando te empiezas a cuestionar: ¿y todo esto para qué?. ¿De qué me ha servido tanto sacrificio, tanta entrega si no he disfrutado de las pequeñas cosas de la vida? ¿Valía la pena?.

La felicidad es algo más que todo eso: Es acordarte que tienes al lado a un mujer con la que compartir muchas cosas, con la que dialogar y reír, y eso requiere tiempo. Es acordarte de esos pequeños a los que un día diste vida y que requieren amor, comprensión y nuevamente diálogo, y eso requiere tiempo. Es saber disfrutar de una sencilla puesta de sol, de un paseo en bicicleta con los tuyos, de un día en la playa, de una comida en el campo bajo un inmenso árbol, de un baño en el río, de una jornada de pesca. Hay mil formas de conseguir la felicidad con esas pequeñas cosas. Sólo al final del camino y si haces un balance de lo que pudiste hacer y no has hecho sabrás lo que te has perdido y entonces ya no habrá vuelta atrás. Por eso hay que saber aprovechar lo que se tiene, lo que verdaderamente importa. Tener tiempo para decir a los tuyos: os quiero.

El trabajo da más preocupaciones que satisfacciones y, además, la escalada trae a veces quebraderos de cabeza, zancadillas. ¿Merece la pena vivir así?.