lunes, 12 de septiembre de 2011

Concierto movidito


Encontró entradas para acudir al concierto que tanto esperaba. Celia estaba que no cabía en si; por fin podría oír música clásica y en este caso de la mano de la orquesta Sinfónica de New Russia. El programa era muy apetecible. Después de acicalarse y empolvarse un poco la cara, allá que fue con una de sus hijas, pues al marido de Celia, todo hay que decirlo, no le atrae la música clásica. Él se lo pierde, pensó.

Estaba en el teatro la ‘crema y nata’ de la ciudad esperando oír la musiquilla que diera el toque de atención para indicar a los asistentes de que el concierto iba a comenzar. Celia y su hija ascendían por el pasillo para instalarse en la fila que les había tocado. Nada más llegar a sus asientos no podían dar crédito: a su lado estaba una señora abuela acompañada de un niño que no tendría más de ocho años si es que llegaba.

Éste me dará la noche, pensaba Celia. Y así fue. Vaya nochecita. Vamos que Celia no se concentraba en aquella música tan maravillosa y placentera a causa de la ‘música’ que tenía al lado. Ya desde el principio el niño en cuestión hacía miles de preguntas a su abuela sobre los instrumentos a la vez que no sentaba el culo en el asiento por nada del mundo. No valieron las indicaciones de silencio que Celia de vez en cuando emitía, muy por lo bajines, para no distraer al personal ni a la orquesta.

Para colmo de desgracias, la abuela que iba toda ella engalanada de color rojo, que bruja pensó Celia, el color que me gusta a mí, sacó de su bolso un abanico, rojo y color madera, horroroso por cierto, y empezó a abanicarse con movimientos de derecha a izquierda como si quisiera dar aire o mejor dicho espantar a todos los que estábamos a su alrededor. Celia estaba que fumaba en pipa entre las preguntitas del niño y el abanico de su abuela que, al abrirse y cerrase provocaba otro ruido añadido más.

Los de la fila de alante empezaban ya a inquietarse y a mirar hacia atrás. Y he aquí que la abuela se levantó de pronto de su asiento, que fue ocupado de inmediato por el niño. O sea que éste se puso a la vera de Celia, quien estaba ya frita, roja y botaba en el asiento pidiendo clemencia al cielo, aunque el que verdaderamente botaba era aquel infante que esa noche y por culpa de no sé quien se encontraba oyendo una música que no era la adecuada para él y debía aburrirle muchísimo. Y los de a su alrededor, que habían pagado su entrada religiosamente, acudían al triple espectáculo: por un lado la orquesta, por otro el siseo del niño y por otro el ruidito del abanico abriéndose y cerrándose. ¡Zas, zas, zas! Y aquello no paraba. ¡Pero si hay aire acondicionado!, se decía Celia, para qué tanto abanico.

Al llegar el final de la primera parte, el público como suele ser habitual se levantó para darse un garbeo, lucir su último modelo o ver cómo va fulanita o menganita. Allí apareció el padre de la criatura y la abuela dijo a su benjamín: ¡mira ahí está papá!. Al pasar por delante de Celia ésta no pudo resistirse y le dijo: Anda vete con tu padre rico, frase que debió coger desprevenido al niño que miró fijamente a Celia.

¡Como encuentre un asiento libre me cambio!, decía Celia a su hija, que ya no aguantaba más aquella situación. Pero no fue necesario porque abuela y nieto no volvieron a sentarse más en aquellas butacas. ¿Qué habría pasado? A saber. Celia estaba feliz y por fin pudo escuchar su música favorita con atención y gozando de cada momento. Aquel episodio le había dejado, no obstante, un mal sabor de boca porque Celia es partidaria de que a los niños se les eduque en la música desde pequeños, pero otra cosa era llevarles a un concierto que no era el más adecuado para aquella criatura. Y es que esa primera parte había sido, por añadidura, un poco ‘espesa’.

No hay comentarios: